Si un término aplicado al Hijo eterno del Padre separó a los cristianos del siglo IV, un término sobre su madre nos llevará a la unidad en el siglo XXI, aunque humanamente pueda pensarse que nos separará más.
Cuando nuestra alma, el alma de la Iglesia, a través de una definición dogmática, proclame la grandeza del Señor que ha hecho obras grandes en su humilde esclava María (cf. Lc 1,46ss), será posible que ella lleve a cabo la unidad de sus hijos. Si en una familia los hermanos se distancian entre sí, el mejor camino para su reconciliación es la labor amorosa y reconciliadora de la propia madre. La unidad de los cristianos no será fruto de los esfuerzos humanos (que no obstante nunca deben faltar), sino que será un don del cielo a través de María (aparente obstáculo del ecumenismo): ella, como madre, es la única capaz de reunir a sus hijos separados en una sola familia.