La Santa Iglesia profesa que la Santísima Virgen María, Madre de Dios, Madre de la Iglesia y Madre de todos, fue concebida sin mancha alguna de pecado original en atención a los méritos de su Hijo Jesucristo, Redentor del género humano. También profesa que la Madre de Dios fue siempre Virgen: antes del parto, en el parto y después del parto. Fue, al mismo tiempo, Virgen y Madre, plenamente virgen y plenamente madre. María Santísima, al terminar su peregrinación terrena, fue asunta en cuerpo y alma al cielo y coronada como Reina de cielos y tierra para asemejarse mejor con su Hijo Jesucristo, Rey de reyes y Señor de los señores. Los fieles de la Santa Iglesia profesamos estas verdades de fe como dogmas, es decir, como verdades dadas a conocer por Dios en vistas a nuestra salvación y a la salvación de todo el mundo. Sin embargo, el pueblo fiel, los teólogos y los que tratan de penetrar con mayor profundidad en el Misterio de Cristo, indisolublemente unido a la vida y misión maternal de la Madre del Señor, nos animan a considerar otra verdad de fe que podría resumirse llamando a María Corredentora y Medianera de todas las gracias, sin que ésto en nada empañase que el único Salvador de la humanidad es Jesucristo y que Él es también el único Mediador entre Dios y los hombres, porque en Él quiso Dios que residiera toda la plenitud, y por Él quiso reconciliar todas las cosas del cielo y de la tierra haciendo la paz por la Sangre de su Cruz.